Por las orillas del “rû” de Arlaz, un lugar que se decía que estaba embrujado, se levantaba un molino. El último molinero, un hombre solitario y taciturno, se creó mala fama por su brusco comportamiento y se difundieron extrañas habladurías sobre él. Por esta razón, la gente dejó de llevarle el grano para moler; además, nadie osaba adentrarse en las proximidades del molino tras la puesta de sol.

Un día de otoño, algunos obreros que volvían de Émarèse vieron a un hombre, muerto por estrangulación, con el cuelo apretado entre dos travesaños de la valla que recintaba el molino. El espacio entre un travesaño y el otro era bastante reducido y no se entendía cómo la cabeza del hombre pudo pasar por allí. Enseguida corrió la voz de que fue obra del molinero.

Desde entonces, la mala fama del lugar aumentó. Todavía en la actualidad se dice que el alma del molinero vaga por estos lugares sin encontrar la paz.