En torno al Mont Blanc se anuda una auténtica maraña de leyendas. Según la tradición, el glaciar, en su totalidad o en parte, es la eterna prisión de espíritus malignos. Los exorcismos del párroco de Cogne desterraron a los “manteillon”, obligándolos a trenzar cuerdas con la arena; el poder de un mago venido de Oriente aprisionó a todos los genios nefastos del Valle de Aosta en la gigantesca torre del Diente del Gigante; el candor de un frailecillo sin mancha desterró a los glaciares a los demonios que infestaban el Val Veny; o bien, un misterioso caminante sepultó a los espíritus malvados que pululaban en el antiguo Mont Maudit (Monte Maldito). Generosamente bienvenido y acogido por los habitantes de la aldea que existía a los pies del monte, el mendigo prometió interceder ante el Cielo para que lo liberase de los genios del mal que infestaban la zona. Y así fue: la nieve comenzó a caer sobre la montaña maldita, recubriéndola rápidamente de una blanca capa, que aprisionó a los espíritus inmundos para siempre. Desde entonces, el macizo cambió su maldito nombre por uno más propicio y sereno, el Mont Blanc.
Fragmento de “Il fiore del leggendario valdostano” (La flor del legendario valdostano) de Tersilla Gatto Chanu, Edizioni Emme, Turín